El gran placer de vivir bien emociones chungas

carlesmarcos Artículos Hacer un comentario

¡Y es que el ser humano es raro! De acuerdo que hemos de vivir todas las emociones en su justa medida, las necesitamos, pero es que algunas veces “nos pasamos tres pueblos» con aquellas emociones más desagradables, como la ira y el miedo. Pongamos en primer lugar por ejemplo, el vivir la rabia de manera “innecesaria”. Nos ponemos delante del televisor a ver programas telebasura de carácter “barriobajero” y solo me cabe pensar que la emoción que puede producir es la de esa rabia de ver gente que expone sus intimidades sin ningún rubor en modo “yo la tengo más grande” o se meten en discusiones al estilo “jaula de grillos” donde el uno habla al otro sin ningún tipo de respeto. ¡¡¡Y es que somos masocas!!!!. Reconozco que de vez en cuando he visto programas de este estilo, y he llegado a la conclusión contraria de lo que he expuesto hasta el momento (¡Sí! Soy un poco raro). ¡Me mola ver esa mierda!. Me produce satisfacción terapéutica, el observar mi buena gestión emocional al comprobar que la descarga que necesita mi rabia no la ejecuto tirando el televisor por la ventana. Terapéutico también sería el observar a esos “especímenes” desde la alegría al ver que nosotros, aún estresados, estamos mucho mejor que ellos. ¡Ay! La comparativa siempre funciona.

¿Y el miedo? ¡Sí! el miedo es otra de esas emociones desagradables que no nos gusta vivir, y en ocasiones nos encontramos con esa curiosa inmersión voluntaria, y es que  a algun@s les encanta ver “pelis” de terror. ¿Pero qué gracia tiene ese maltrato personal? Sin duda, te aumenta ese ritmo cardiaco al ver el protagonista en peligro, pero también te relaja cuando escapa de su enemigo. El gran Alfred Hitchcock decía: “a la gente le gusta tener miedo cuando se sienten seguros”.

Hace unos días se celebraba en Sitges, el 49 festival de cine fantástico con el éxito habitual de siempre, y quiero compartir un artículo encontrado en La Vanguardia y titulado Por qué nos gusta sufrir relacionado con el tema.

“Definitivo: a Sitges venimos a sufrir. Es la vieja paradoja del terror, donde el aficionado al género –y en Sitges todos lo somos– busca compartir el suspense de la caza humana, la inquietud de la persecución de la víctima y también, aunque a veces sea con los ojos medio cerrados, conocer de primera mano el sufrimiento en carne viva.

“El terror es el cine en estado puro”, argumenta Miguel Ángel Vivas, el director de Inside. “El cine no se dirige a lo racional, y el terror es un estado de ánimo que se traslada al espectador, porque consigue que sintamos lo mismo que siente el personaje”, añade. Vivas ha reflexionado sobre su oficio: “El miedo compartido entre protagonista y audiencia es expresión de una identificación total”.

Para Jesús Cañadas (Cádiz, 1980), autor de novelas y relatos de terror –el último, Pronto será de noche, en Valdemar), un habitual de Sitges, la clave es “distinguir la diferente naturaleza de dos terrores, el lúdico y el real. El real es que tengo miedo de que a mi madre le quiten la pensión o de la ola de racismo que recorre Europa. Ese es un terror muy serio. Pero luego está el terror lúdico, y ese sí que produce placer, tiene un punto catártico. Viendo El exorcista en la seguridad de tu casa experimentas esa sensación, sueltas tensión, liberas adrenalina, como el paracaidista que se lanza al vacío sabiendo que irá a cenar con su novia después. Es el mismo principio que hace que, en la calle, vayamos a mirar a los heridos de un accidente”.

La cardióloga Georgia Sarquella Brugada, del hospital de Sant Joan de Déu, rompe el mito de las películas de infarto: “Es muy poco habitual recibir en los hospitales espectadores de filmes de terror. Un corazón normal experimenta taquicardia, pero de la buena, la que asociamos a las emociones. Se respira más rápido, se dilatan las pupilas y el susto provoca la sensación de dejar de respirar, una inspiración repentina. Se activan todos los mecanismos de defensa que usaríamos ante un peligro, como animales que somos. Los médicos recomendamos tener emociones, es la alegría de la vida”. Sarquella admite que “el límite entre el placer y el dolor no está muy claro y el terror genera adrenalina, endorfinas, epinefrina y dopamina, no tanto por los sustos, sino por el estado de suspense, ese estar en vilo sin saber qué sucederá”. Sudan las manos, los músculos se tensan, la temperatura del cuerpo disminuye a la vez que se incrementa la tensión arterial. Ya nos podemos repetir a nosotros mismos que eso –eso que está pasando en la pantalla– no es real, porque algo muy primitivo lleva al cuerpo a reaccionar como si la víctima fuéramos nosotros mismos.

Si uno es primerizo en Sitges, se enfrentará necesariamente a un fenómeno curioso y difícil de interpretar (para las mentes biempensantes). Uno tarda en acostumbrarse. Es la gente (cierta gente) aplaudiendo un asesinato; cuanto más violento y sangriento, más aplausos. Un degollamiento puede ser jaleado, o el desmembramiento de la víctima, recibido como un gol. La violencia como fuente de risas y diversión, pues. La bestialidad vicarial como seña de identidad. ¿Estamos locos?

Stephen King, que de esto entiende un rato, dice que no. Esas risas nerviosas y esos aplausos de los fans del dolor son, para él, “una válvula de seguridad para dejar salir, sin herir a nadie, nuestros impulsos más agresivos y violentos”. Algo que evita que algunos pillen por su cuenta una sierra mecánica y salgan con ella a la calle con aviesas intenciones. Vicente Pérez y Andrés García, de la UNED, profundizan más en el asunto. Ellos han analizado las estrategias psicológicas del cine de terror y apuntan tres elementos fundamentales que hacen atractivo al género: “Fomenta la cohesión del grupo, algo especialmente relevante entre los adolescentes”. Segundo, “la identificación con los personajes. Nuestras vidas están muy constreñidas, y al espectador esa iden­tificación le supone una huida de su propio ser”. Finalmente, se ­produce un elemento de aprendizaje de modelos, positivos o negativos, observando sus conse­cuencias.

Varios de los teóricos que han intentado explicar el terror dicen que la clave del género es el final. Nuestra mente clasifica a los personajes, o las acciones, como buenas y malas. Y si hay happy end, experimentamos todo el terror vivido como algo positivo. Incluso llegamos a observar con placer actos enormemente crueles infligidos a los villanos.

Pero ¿y si no hay un buen final, como pasa en eso que hemos dado en denominar torture porn? Dicen los expertos que ese género, que se define por ver sufrir, alcanza su gran momento al revelarse las torturas de Abu Graib, en el 2003. Fue una manera de saber en qué consistía la tortura en realidad.

Sin embargo, estas películas de tortura ya no están de moda. Como si la gente se hubiera dicho: “Basta, no quiero ver más”.

Como explica Cañadas, “la ficción refleja los miedos de cada época. Los zombis de George A. Romero son el miedo a la hecatombe nuclear y al comunismo. El de ahora tiene que ver con el fin del mundo, con que nos carguemos nuestro modo de vida”. Antonio José Navarro acaba de publicar El imperio del miedo (Valdemar), donde analiza el género tras el 11-S, que ha cumplido una función de exorcizar el dolor, produciéndose “un aumento exponencial del número de películas de horror sobrenatural”. Tenemos nuevas versiones de monstruos, el bosque como elemento diabólico, la vuelta al imaginario de los 70, el falso documental de miedo, las invasiones fantasmagóricas en el hogar…

Quien no se asusta es porque no quiere.»

Y es que el miedo que te produce ver algunas películas, es menos miedo cuando te explican cómo se hizo… ¿Os suena esta?…

¡Os deseo un feliz día! ¡y nos vemos en facebook, Twitter o en Linkedin…!!!

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